Alcázar de Venus: "Entre la Nieve y la Mar"

 

DE BARES (II) 

 

No tengo yo conocimiento de que ninguno de los taberneros de Alcázar haya podido subsistir únicamente con lo que aportaba el negocio, aunque en algunas ocasiones si suponía un buen apoyo a la economía familiar. La mayoría de ellos, además de atender el bar tenían otra dedicación, fundamentalmente las tareas agrícolas, bien en sus propias tierras o dando el peón cuando se terciaba.

Agustín, a pesar de ser pensionista, de vez en cuando también se daba sus vueltas por el Moralillo para “con el ojo del amo, hacer engordar el caballo”. En el tiempo que yo lo conocí no disponía de caballería, no sé si antes la tuviera, por lo que cuando tenía que subir al cortijo le pedía prestada la burra a Paco “el Recovero”, tío de Encarna. Esos días era ella, o alguno de los hijos menores, Antonio o Serafín, los que se quedaban al cargo de la taberna.

En cuanto Agustín cogía el cabestro de la burra, Bibi, que había estado tumbada en la acera rascándose de vez en cuando las orejas con una de sus patas, se ponía de pie y tras desperezarse abriendo su boca para enseñarnos todos sus dientes, movía el rabo y lanzaba un incipiente ladrido mientras se encaminaba detrás de la pollina y el amo.

Era Bibi para Agustín como un miembro más de su familia. La acariciaba con cariño, le hablaba como si fuera una persona, le dirigía preguntas que ella respondía con jadeos y ladridos cómplices y jamás la amenazaba con el trozo de goma que tenía detrás del mostrador para espantar a los perros forasteros que se atrevían a meter sus hocicos dentro de la taberna. Sobre todo era su compañera de las mañanas en las que al amanecer se echaba la escopeta al hombro y se dirigía en busca de la paloma que se acercaba por algún bebedero que sólo él conocía, la perdiz que le salía al borde del camino o el conejillo que con las orejas tiesas se atrevía a mostrarse para ponerse en el punto de mira del arma de caza. El día que traía alguna pieza en la morrala su alegría era indisimulable, cuando la suerte le había sido esquiva, las menos de las ocasiones, traía el gesto algo contrariado que rápidamente cambiaba cuando, tras desayunarse lo que le preparara Encarna, nos sentábamos a echar la partida de dómino en la plaza a la sombra del alianto o de la torre de la iglesia.

Las partidas de dómino eran memorables. En aquellos entonces no existían los problemas de tercio que tan frecuentes son en estos días. Como mínimo siempre había dos dispuestos a tomar parte en el juego: Antonio, el de los Patricios, y el propio Agustín. En poco tiempo, cuando se asomaba uno por la plaza, ya estaba montada la mesa, y las fichas fuera del cajoncillo. Algunas mañanas como no anduvieses presto te quedabas fuera de la partida y te tocaba hacer de mirón, algo que no solía gustar mucho a los jugadores.

Durante un verano en el que estuvo un joven médico -quiero recordar que se llamaba Paco-, sustituyendo a don Luis, las partidas podían comenzar a las ocho de la mañana. El médico bajaba a casa de Vicente Gómez y con buenas palabritas lo convencía para que se viniese con él a jugar la partida, el muchacho estaba dispuesto a aprender a jugar le costase lo que le costase, y en ese empeño se mantuvo todo el tiempo que estuvo en Alcázar.

Vicente, fruto de su amabilidad característica, no sólo atendía a los ruegos del joven médico sino que en no pocas ocasiones también hacía lo propio con los de sus amigos Marino, Manolillo el de la Primitiva, Pepín u otro cualquiera, y cuando se dirigía al cortijo con sus mulos accedía a echarse una partidita, pero sólo una, con ellos. Ataba las bestias a la reja del bar o en algunos de los olivos de las hazas y allá que se prestaba a dar gusto a los amigos, no sin retahilar una y otra vez por no haber seguido su camino. A veces la partida se alargaba y…

Esas mañanas de verano que, acompañado de los amigos, se pasaban indolentemente en la plaza al fresquito escuchando los mismos chascarrillos e historias alrededor de las fichas de dominó, son unos de los recuerdos más gratos de aquellas partidas que nos ocupaban durante toda la mañana y que al atardecer se volvían a retomar con los mismos participantes o con otros que se agregaban para pelearse con el seis doble, las blancas, los cierres inadecuados y los pases en redondo. Aunque en las partidas de dominó el dinero no hacía acto de presencia (a no ser que se jugase a la Garrafina, cosa que no era lo más normal) la competencia era máxima, más que por no tener que pagar la invitación, por el simple hecho de mojarle la oreja a los contrincantes y despedirse de ellos entre chanzas y bromas, algunas veces un tanto pesadas, pero que normalmente los perdedores soportaban con un espíritu deportivo sin darle mayor importancia, entre otras cosas, porque los que hoy reían, mañana lloraban y viceversa.

Algunas mañanas se optaba por echar mano de los naipes y el entretenimiento consistía en jugarse un julepe en el que, aunque no en exceso, el dinero solía correr por la mesa. Las mozas, remozas y contramozas sustituían al lenguaje propio del dómino, las caras se tensaban un poco más y, al aparecer el interés pecuniario, el divertimento sano de la partida de dómino daba paso a una disputa más interesada por ganar el poco o mucho dinero en liza durante el tiempo que duraba la partida. Estaban los que se jugaban hasta la última perrilla y aquellos otros que en cuanto les venían mal dadas dejaban su puesto para que lo ocupase alguno de los mirones, que casi siempre andaban por el alrededor.

La mañana era larga y en su transcurso aparecían por allí nuestros proveedores rubiteños habituales: Enrique con su furgoneta cargada con el pescado de Castell y los miles de avispas que había ido recogiendo en sus distintas paradas antes de llegar a Alcázar, el Land Rover de Pepe “el del Chalán” con el riquísimo pan que olía que alimentaba o Antonio “el Sordillo” que aprovisionaba a la taberna y a la tienda de Paco y Josefa de todos los productos que eran de primera necesidad con el fin de tener un buen abastecimiento local para uso de sus correspondientes parroquianos. Cuando aparecía alguno de ellos se solía detener el juego para que Agustín atendiese a Antonio que le traía la cerveza, los refrescos y las botellas de licor, para comprar el pan, que la misma Encarna se encargaba de vender o para comprar el pescado que las respectivas esposas habían encargado a sus maridos. Después se reanudaban las partidas. No era extraño que en alguna ocasión alguno de los jugadores comprase unas pocas sardinas o boquerones para que Encarna los pusiera en la asadora para cuando llegase la hora de la cerveza y el vasico de vino. También, de vez en cuando, alguno de los cazadores dejaba un conejillo que suponía un trabajo extra para Encarna que tenía que freírlo con ajos o guisarlo con tomate para que todos lo degustásemos al final de las correspondientes partidas matutinas.

Eran tiempos en los que casi todo el mundo fumaba. Cuando las partidas se llevaban a cabo en la plaza, el humo de los Celtas cortos de algunos, los Fortunas de otros, los Ducados de la mayoría o los Winstons de muy pocos, no molestaban, pero cuando durante el invierno las partidas tenían lugar dentro de la taberna el ambiente se hacía irrespirable, y allí aguantábamos todos sin rechistar y nos fumábamos nuestros cigarrillos junto con los del resto del personal.

Al tiempo que los que nos sentábamos a echar la partida de lo que fuese, el poyete de la plaza lo ocupaban aquellos que ya no tenían ganas de juego y preferían la conversación con el amigo de la infancia o con el coetáneo que siempre tenía un tema de palique que a unos y otros les apetecía más que el ruido de las fichas sobre el Railite de la mesa o el tacto del cartón de los naipes entre sus dedos. Así no era extraño que Serafín y Julián pasasen horas y horas en amigable conversación, a veces acompañado por Santiago o Antonio Gómez, mientras en otro extremo del poyo, Emilio y Antonio Sánchez departían sobre otros asuntos de su interés, o se unían al grupo y formaban corrillo donde los avatares de la guerra civil o de las penurias de la posguerra eran traídos a colación dejando claro cada uno de los intervinientes sus particulares y personales puntos de vista según el modo en el que vivieron aquellos acontecimientos. En otras ocasiones las labores del campo, la evocación de amigos comunes que ya no estaban entre ellos y siempre el recuerdo, era el modo que tenían de ir dejando pasar las horas de una parte del día para llegar a otra parte, y de un día completo para alcanzar el siguiente de forma amena y distraída.

Si por las mañanas eran solamente los hombres los que se asomaban por la taberna, en las tardes de verano no era extraño que algunas de las esposas de aquellos les acompañasen. Ellas, en vez de dedicar el tiempo a los juegos de mesa, después del paseo reglamentario hasta las Banquetas, el Moral, el Molino o el Puente, dependiendo de las ganas de paseo, se sentaban en mesa aparte para pasar las tardes del verano en amigable conversación a la que, después de la partida, se unían los maridos. Y allí con chácharas interminables se pasaban las veladas en buena compañía siempre atendidos por Agustín, Encarna y alguno de los retoños que hacía de ayudante, muchas veces a su pesar, pues lo que ellos deseaban era estar jugando con los demás niños o moceando cuando tenían edad de ello, pero se sacrificaban y allí se quedaban echando una mano a sus progenitores...

 …Continuará

Teodoro Martín. Granada, marzo de 2014

*Nota final. Espero sugerencias y aportaciones

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